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SABIDURÍA, SABER, CIENCIA

Qué sabe el sabio? Esta pregunta interroga por la índole propia del sabio, por la naturaleza de su objeto y por la relación que media entre uno y otro. Por otra parte, es posible distinguir tres momentos en los que la figura del sabio es paradigma, a su vez, de tres formas diversas de comprensión del mundo: el momento arcaico, el clásico y el moderno. Si bien estos momentos parecen corresponder a periodos históricos determinados, como formas de sabiduría conviven y se superponen, tanto así que a veces es difícil distinguir el perfil propio de unos y otros. Se trata aquí de indagar, pues, el modo propio del saber del sabio, el sentido de la transparencia del objeto y, finalmente, la estructura metódica de la relación que el sabio entabla con el mundo. El momento arcaico. Para el pensamiento arcaico, todo saber ha de remontarse a un momento inaugural de lo humano, ya que allí encuentra tanto su fundamento, como su sentido. El sabio es, entonces, aquel que tiene la capacidad, la fuerza y la virtud de evocar ese acto inaugural, y revivir el instante espléndido de la aparición de lo humano . Pero esta visión transmutadora de lo real exige una ascética constante y una fidelidad total al origen, ya que sólo así es posible conservar y preservar el lazo que religa a la fuente misma de esta conversión: lo divino. El saber del sabio se funda, así, en un restablecimiento de sí mismo en el nudo que ata a lo divino con el mundo, en un retorno que retoma a la realidad desde su principio, en una reinserción en el centro focal que ilumina y recorta la totalidad del universo, mira al mundo como ocasión de lo divino y conoce el lenguaje de los dioses. ¿Qué sabe, pues, el sabio? El sabio sabe leer . Lee en el curso de los astros, lee en el vuelo de las aves, lee en las entrañas de los animales. La naturaleza entera presenta, pues, para el sabio, una doble faz: por una parte, lo que se muestra como inmediatamente dado, pero, por otra parte, eso inmediato y aparente remite a un contenido que retiene para sí todo sentido. Es más, aquella primera faz no tiene ninguna realidad de suyo, ya que no consiste sino en ser signo de la segunda; toda su realidad es significativa . El ignorante es aquel que es incapaz de contemplar a la naturaleza simbólicamente, es aquel para quien los astros son sólo astros y los vientos, vientos; es sordo al presagio y ciego a los dioses y, en esa misma medida, habita un mundo oscuro e incierto. En cambio, el sabio habita un mundo trasparente y traslúcido , reconoce en cada fenómeno de la naturaleza un gesto que a él abre su sentido y a otros lo oculta, su saber radica en esa misma mirada que decodifica y lee: interpreta. Saber es, pues, interpretar . De este modo, el mundo se abre, como totalidad, ante una mirada que recoge y ata trozos dispersos en una unidad de sentido. Cada fenómeno del universo y, en definitiva, el universo mismo, es símbolo . No obstante, es necesario comprender que el carácter simbólico del universo irrumpe en razón de una reconversión de la mirada. De pronto, en un acto instantáneo y total, el universo entero se aparece bajo una nueva figura y queda al descubierto . Es decir, la asunción simbólica del mundo rescata al unísono a hombre y mundo. Al hombre, porque ese acto de asunción lo instaura como hombre, apartándolo de una forma de vida ciega e instintiva; y al mundo porque, como se verá más adelante, queda de este modo acogido en la trama firme y segura de lo necesario. Así como en razón de este acto inaugural de lo humano el hombre se descubre a sí mismo, descubre que tiene intimidad, asimismo, cuando asume interpretativamente el universo, ve que éste también tiene intimidad. Hombre y mundo tienen, pues, intimidad, la del uno y la del otro tienen el mismo fundamento. Así, sólo puede ser, estrictamente, objeto de un saber lo que tiene intimidad; se trata del encuentro de la intimidad del hombre con la intimidad del mundo, y este mutuo entrañamiento constituye la esencia del habitar humano. Sin embargo, esta ligazón del mundo con una realidad trascendente, no es ni simple ni diáfana. Por una parte, la misma relación entre el símbolo y lo simbolizado es misterioso y enrevesada y, por otra parte, significa una mediatización de la verdad; exige, por lo tanto, una ascética y un método. Es necesaria, pues, una estructura decodificadora que permita interpretar en su real sentido cada seña, signo o gesto del universo, y un ritual evocador que limpie y purifique la mirada, que reponga simbólicamente al sabio en el momento inaugural de lo humano. Rito y estructura decodificadora son recogidos por una tradición que legitima al sabio en su saber . El saber arcaico reconoce un origen siempre divino: el momento original en el que lo divino toca en un vértice a lo humano. El saber así recibido constituye un depósito que debe ser cautelado y protegido, tanto de los otros dioses, celosos de esta luz que penetra, vuelve visible a incluso pareciera que a veces logra dominar las fuerzas ocultas de la naturaleza, antes sólo disponibles para los dioses, como de los otros hombres que, no suficientemente adiestrados en la virtud, podrían volver el saber contra su propio origen. Tal saber se afirma a sí mismo, por lo tanto, como una tradición, es decir, su autenticidad y validez radica en la fidelidad permanente y siempre renovada a su origen y fuente; esta fidelidad sólo puede ser recogida y conservada en la medida que los gestos, signos e invocaciones se ritualicen. La estructura metódica de la relación que el sabio entabla con su objeto queda establecida por ese depósito que recoge una tradición que contiene las claves interpretativas del mundo, asumiendo los fenómenos como meros signos; en definitiva, la estructura metódica es la estructura del rito interpretativo. Pues bien, este rito contiene dos momentos, primero recorre lo real hasta su fuente, pero luego retorna y recontempla lo real, tal es el momento augural. Es en el augurio donde se juega la virtud interpretativa del sabio, ya que, de este modo, se erige en señor del tiempo. Reconoce como fórmulas rituales, análogas a las suyas propias, el rayo, el viento, el comportamiento de las aves sagradas, ya que éstos y todo el mundo natural tienen la estructura y el sentido de una liturgia divina . Descubierto el sentido de tal liturgia, el sabio puede establecer así bajo qué auspicios se inscribe cualquier empresa humana, librándola del azar y de la ceguera, es decir, de la ignorancia. La interpretación, por lo tanto, está ordenada al augurio según la manifestación de los auspicios. Pues bien, como la interpretación es una forma peculiar de lectura, si el sabio puede leer, es porque está escrito. Siendo el mismo acontecer mundano una liturgia, la liturgia de los dioses, donde cada fenómeno no es sino el gesto del ritual sagrado, necesariamente el devenir adquiere el carácter de un destino: está escrito. Nada es casual , la mirada totalizadora del sabio, colocado en el vértice interpretativo, comprende y ve la secreta relación que liga todo, todo entraba con todo, nada está de más. Sólo en la medida que todo está indisolublemente ligado por la necesidad, el mundo es, en un sentido radical, objeto de saber. No obstante, tal saber, a veces, puede llegar a una culminación que consuma todas las facultades: la capacidad de conjurar al mismo destino, escudar o provocar a la fatalidad hasta el punto de torcerla. Es decir, se trata de un saber no sólo contemplativo, sino que conlleva, más aún, culmina en una dimensión eficiente: significa poder . Pero ocurre que este poder excede la estatura del sabio y, por lo tanto, no significa dominio. De este modo, el sabio, si bien puede introducir por medio de un conjuro una cuña en el destino, como no logra dominar el curso de éste, queda expuesto a ser víctima de sí mismo. El sabio puede, pero no domina, ve el curso de un destino ciego y quisiera, a veces, arrancarse los ojos. Así, si el mundo mismo le habla simbólicamente, el sabio enunciará sus augurios también simbólicamente; más le vale a los hombres permanecer en la ignorancia. La tenebrosa oscuridad de la ignorancia es, a la postre, preferible a la terrible visión de una verdad absolutamente sólida y definitiva. El momento clásico Para el pensamiento clásico todo auténtico saber ha de remontarse a un principio original de la totalidad, ya que allí encuentra tanto su fundamento como su sentido. Porque la naturaleza requiere de fundamento y de sentido, no se basta a sí misma en su ser; el escándalo radical del movimiento y la multiplicidad arroja al mundo natural fuera del círculo ser. La inteligencia requiere de un objeto adecuado a su índole para poder ejercer su acto propio, y lo múltiple y móvil esconde u oculta cada vez su ser e identidad tras otro y otro. La inteligencia resbala de uno en otro, de aquí allá, sin lograr asir su objeto en su ser e identidad. La pregunta "¿qué es?", es respondida por esto y aquello, más aún, no hay un "qué" que sostenga inmutable la mirada de la inteligencia, sino que está permanentemente en fuga: múltiple y móvil, es y no es. Así, pues, este contorno confuso, ambiguo y equívoco de la realidad --múltiple, móvil y corruptible-- significa, parece, que su principio original no podría ser sino el caos , del cual emergen los objetos nada más que para, posteriormente, volver a sumirse en él. Y en un principio como éste no puede fundarse ningún auténtico saber. No obstante el hombre descubre en el cambio mismo algo permanente y se asombra. El asombro significa una reconversión de la mirada por la que se descubre a la totalidad encerrada en un círculo, en un ciclo que ata y recorre cada cambio, poniendo de manifiesto, así, un centro desde el cual todo cobra sentido. Todo suceso es suceso, sucede a otro según una regla que recorre de principio a fin una totalidad que no es, entonces, sino una serie que, como tal, es comprensible desde el principio inmutable que la gobierna. Pero no se trata sólo de un principio serial que establece un orden de precedencia, sino del principio de lo real mismo, por cuanto establece un orden de procedencia. Tal principio es la causa, es la culpable de instalar al efecto en la existencia; no sólo es principio del devenir, sino que es antes principio del ser. Saber es, pues, saber por causas, es interpretar la realidad presente como deudora, tanto en su existencia, como en su esencia, a un principio que, de este modo, tiene una anterioridad y prioridad ontológica . Comprender el mundo como estructurado causalmente no sólo significa instaurar un orden lineal de anterioridad y posterioridad, en el que lo que es anterior es fundamento explicativo de lo que es posterior, sino que se funda además, de este modo, una jerarquía entitativa, poniendo, como centro interpretativo del mundo al ser, en razón de su capacidad comunicativa por vía causal. De tal modo que el objeto propio y adecuado a la inteligencia será, precisamente, el principio que determina y hace posible la serie causal misma: el ser. Recogida, pues, la totalidad múltiple y cambiante en una unidad, comprendida como manifestación del ser, siempre único y mismo, que atraviesa de punta a cabo el espacio y el tiempo, trayendo a la existencia a todo lo que es, la inteligencia encuentra su reposo en tal fundamento, ha descubierto la clave interpretativa de lo real. Dado que el movimiento no es sino una forma de temporalización y la multiplicidad una forma de espacialización del ser , cada cosa del universo es comprendida como una estructura espacio-temporal de elementos, en definitiva, indiscernibles entre sí. El espacio, el tiempo y la materia, que no es sino espacio y tiempo lleno, serán pues los elementos primarios de lo real, y la estructura causal será la forma de emergencia del ser que integra en una unidad de sentido a estos tres elementos. Todo suceso remite, pues, a un antecedente causal que lo explica, y esta remitencia, si es, ella misma, un hecho, requiere a su vez de un antecedente causal, una causa que sería causa de la misma causalidad . De modo que se establecerían, así, dos series causales: una que es causa del suceso, que podríamos llamar serie causal horizontal, y otra, que es causa de la causación misma, y que podríamos llamar serie causal vertical. La primera remite a una serie causal espacio-temporal; la segunda, a una serie causal según un orden de jerarquía ontológico. Se da origen, así, a dos tipos de saber diferentes, uno del devenir, otro del ser, pero ambos fundados en la misma estructura interpretativa: la causalidad. Saber es pues interpretar en clave causal. La mirada interpretativa ve en el efecto no a lo que es él mismo, sino a la causa que trasciende el ámbito de lo meramente fenoménico. Pues bien, esa trascendencia en la que se sustenta el saber requiere de un fundamento epistemológico que dé razón de la adecuación del mundo con la misma estructura cognoscitiva del sujeto. Tal fundamento es el perfecto isomorfismo que se da, originariamente como un mero hecho, entre la estructura de lo real, donde el orden procede de causas a efectos, y la estructura lógica de la razón, donde el orden procede de antecedentes a consecuencias. Esta perfecta analogía entre el orden discursivo de la razón que conoce y el orden de lo real, funda una concordancia originaria entre pensar y ser. No se trata de una fidelidad del orden cognoscitivo con el orden real, sino de algo más profundo, significa que la clave interpretativa causal encuentra el asiento de lo real mismo sin necesidad de otra cosa que del solo ejercicio de la facultad discursiva . De este modo queda configurada una unidad metodológica entre discurso y causación, que da cuenta del mundo en lo que tiene, al mismo tiempo, de real y de inteligible . Lo uno es principio de lo inteligible de cada cosa y la estructura causal es principio de unidad en un triple sentido. En primer lugar, atrapa al mundo en una red que cubre absolutamente todo lo que es mundano; un fenómeno incausado, pasado, presente o futuro no es un fenómeno. En segundo lugar, la estructura causal recorre la realidad atando todos los fenómenos, nudo a nudo, mediante recios lazos de necesidad ; el efecto queda de tal modo contenido en la causa misma, que sólo se lo conoce en ella. Y, finalmente, la estructura causal es una estructura genética que recoge, por lo tanto, el principio de producción y generación de todo lo que hay. Pues bien, totalización, necesidad y generación son los fundamentos que permiten al sabio traspasar los límites de lo puramente presente, porque puede ahora, ver más allá de lo meramente dado, prever y, por lo tanto, predecir. La predicción significa la puesta a prueba, no sólo de la causa específica propuesta como tal a tal efecto, sino también la puesta a prueba de la misma interpretación causal del mundo y, por lo tanto, del fundamento explicativo en el que basa el sabio su sabiduría. Paso a paso, causa a efecto, reconstruye arquitectónicamente una totalidad que, supuesta la necesidad y supuesto el orden genético, vuelve al futuro presente y al presente pasado. En cualquier instante, como en un vértice absoluto, desemboca la totalidad del pasado y la totalidad del futuro. De este modo, la mirada que comprende al mundo causalmente habría logrado penetrar más allá de todo límite temporal y la realidad entera quedaría recogida en un instante cualquiera. Una tal interpretación causal del mundo es inevitablemente determinista y encuentra su modelo último en un universo máquina . De tal modo que las ciencias fundamentales, paradigma de todo auténtico saber, serán la mecánica , como ciencia de los principios que operan causalmente en el ámbito físico , y la teología, como ciencia de los principios que operan en el ámbito metafísico . Para el saber es uno solo, el de ese intelecto para quien su modo de conocer es, precisamente, su modo de causar, y la inteligencia humana se aproximará discursivamente, paso a paso, a ese principio último, causa de todo y omnisapiente. Por otra parte, el desvelamiento de las causas significa un dominio de la forma de producción de la naturaleza que puede ser desviado a fines propuestos por el hombre. Tal es la técnica clásica, en la que el quehacer artificial sigue a la recta razón y que intenta siempre la constitución de un orden a imitación del orden natural . Sin embargo, si la técnica consiste en una manipulación de las causas, entonces es necesaria una predeterminación del fin. De tal modo que, en la técnica clásica, la cuestión de los fines no es un problema adicional o sobrepuesto, sino interno y, aunque se trate de definirlo técnicamente como eficacia, quedará comprendido bajo la idea de progreso que, en definitiva, se entiende ordenado a un fin perfectivo. El momento moderno Para el pensamiento moderno, el saber se asienta originalmente en el método, cuyo discurso, no obstante, no tiene una función puramente metódica, sino que constituye un universo estructurado, cierto e intemporal y que, precisamente en razón de estas características, es capaz de asumir la totalidad de lo real . El método no significa, pues, un mero instrumento de análisis, un órgano, como un modo de obrar o de proceder que carece de sentido sino por el fin al cual se ordena; el método constituye una suerte de metamundo, y el problema estriba, entonces, en establecer una relación significativa entre del mundo de lo real inmediato y este metamundo, de suyo consistente y autárquico. La naturaleza está escrita en caracteres matemáticos y la labor del sabio es, pues, leer, interpretar lo real, decodificándolo y desentrañando ese lenguaje que se transparenta en lo inmediato y fenoménico. La realidad queda explicada, no en sí misma, sino en el método: la matemática, como lenguaje universal de la naturaleza , y explicar significa, entonces, convertir un evento en un caso funcional de un sistema teórico formal y consistente . Desde una perspectiva clásica, si un conjunto de proposiciones es verdadero, esas proposiciones son mutuamente consistentes. Y, si la verdad significa adecuación a lo real, como se afirma en definitiva que todas las verdades son entre sí consistentes, se asume implícitamente que el mundo es, por decirlo así, consistente o, desde otra perspectiva, racional. Es decir, el problema formal de la consistencia de una teoría queda referido al problema de la verdad de los principios y, por lo tanto, tal consistencia sólo puede ser garantizada por la realidad. No obstante, en razón del carácter puramente formal de las matemáticas no se puede reconocer esta adaptación como criterio de validez de su actividad; el valor de los entes matemáticos no puede ser medido por el grado de aplicación a la realidad. La entidad formal se define por su misma formalidad, vale decir, por la acabada identificación de cada elemento en la estructura total del sistema y por la correcta formulación de las relaciones y operaciones según principios de orden consistentes . De este modo, el carácter propio de un conocimiento natural del mundo, a diferencia de un conocimiento sobrenatural, no puede sino ser hipotético, es decir, su validez estriba meramente en salvar los fenómenos y no en la real verdad de sus principios. Pero el supuesto fundamental es que no puede salvar los fenómenos si la teoría propuesta no es internamente consistente y, además, que los fenómenos salvados están, como fenómenos, sometidos al análisis del método mismo . El fenómeno está ya interpretado, de tal modo que la interpretación metódica del fenómeno no significa una mera cuantificación de las relaciones que quedan así expresadas funcionalmente, se trata, antes que eso, de una sistematización teórico-hipotético del ámbito de lo real mismo. El carácter hipotético es consecuencia de la formalidad, por cuanto el universo imagen es el mundo real y la determinación funcional, como significa el cumplimiento de un recorrido y, por tanto, una mediación interpretativa, no excluye ni puede eximir de suyo otras funciones posibles de un mismo fenómeno imagen. En esto consiste fundamentalmente la interpretación funcional propia de la matematización del saber, se trata de establecer una correlación entre dos ámbitos, donde uno es imagen del otro, de tal modo que mediante la relación funcional se establece un recorrido puramente formal que es completado o saturado por objetos. La interpretación funcional supone la existencia de un universo autónomo consistente, el de todas las relaciones funcionales bien formuladas posibles que, como definen meramente un recorrido, en tanto funciones no pueden ser calificadas de verdaderas o falsas. La interpretación matemática no significa, pues, una cuantificación de fenómenos mediante la eliminación de las cualidades subjetivas, para atender sólo a los sensibles comunes, como supone Galileo , ni tampoco la reducción de la realidad a categorías que, aparentemente, son fundamento de la cantidad misma como espacio y tiempo, según la concepción kantiana. La interpretación matemática consiste en una aprehensión que relaciona funcionalmente el universo de lo real con un metamundo constituido por estructuras puramente formales. El acto de interpretar consiste, pues, en saturar o completar una función de tal modo que el recorrido de ésta comprenda el evento en su pura determinación extrínseca, como una variable dependiente en una estructura formal . La interpretación funcional significa comprender el ámbito de lo fenoménico desde una estructura transfenoménica o, si se quiere, metafísica. El fundamento legitimador de esta interpretación funcional no puede ser sino formal, esto es, como estas estructuras formales integran sus elementos tautológicamente, el fundamento de unidad que aúna a las distintas fórmulas en un sistema formal es la misma estructura tautológica que éstas constituyen. Es necesario comprender que, si bien la integración o exclusión de una fórmula-función en un sistema formal se realiza por vía de una "comprobación" tautológica, la saturación de una función por objetos, en el sentido de Frege, significa que ese objeto queda comprendido en un curso de valor (Wertverlauf) o recorrido y, de este modo, explicado, explicación que no es tautológica; tal es el saber propio de la ciencia. Por otra parte, la saturación de una función, como significa su determinación por un objeto, exige considerar la razón misma de su objetividad, y esto porque el establecimiento del dato (objetualidad del objeto) está sometido a condiciones funcionales. Así, por ejemplo, el dato "velocidad de una partícula" es función de su posición y el dato "tiempo de un evento" es función de la velocidad relativa de un sistema de referencia . Es decir, se trata de datos complementarios cuya complementaridad es expresada por una relación funcional. Esto significa que, si bien una interpretación funcional no es de suyo indeterminista , permite, no obstante, una comprensión no determinista de los fenómenos mundanos. Es decir, una relación funcional, si queda abierta por una complementareidad básica en el objeto-dato que satura esa función, puede explicar la relación entre un suceso y otro sólo probabilísticamente. Por lo tanto, la sucesión no significa una continuidad lineal regida por una necesidad estricta, sino una continuidad de campos regida por una probabilidad estadística. La puesta a prueba de una interpretación funcional indeterminista en una predicción significa la apertura a una pluralidad de futuros mundos posibles, de tal modo que, por una parte, el curso fenoménico hasta el momento presente tiene el mero carácter de un hecho, esto es, un dato, no regido por una necesidad que le otorgaría una identidad, en definitiva, transfenoménica, y, por otra parte, el curso futuro está radicalmente temporalizado, en el sentido que no está absolutamente contenido en el ahora-presente. La predicción no significa meramente una explicitación de lo implícito, como podría entenderse un discurso formal, no obstante que efectivamente el curso futuro depende del presente, pero éste sólo delimita un campo según diversos grados de probabilidad. Así, el curso fenoménico queda asociado a las leyes de los grandes números antes que a una norma que regula un orden de sucesión unívoco; nuevamente el orden real encuentra su forma propia en una estructura matemática. Como un enunciado probabilístico no excluye eventos contradictorios, sino que asigna probabilidades, y como tampoco la desviación de un segmento significa de suyo una contradicción con este enunciado, resulta entonces que un sistema basado en una estructura probabilística no sería falsable. Acudir a una falsación práctica mediante la decisión metodológica de considerar excluidos los eventos sumamente improbables, significa establecer un criterio no sólo subjetivo o arbitrario sino, lo que es más grave, no confiable . La cuestión estriba, por una parte, en determinar exactamente las condiciones de objetualidad del objeto, es decir, bajo qué condiciones es un dato, porque es de allí de donde surge la indeterminación y, por lo tanto, el análisis probabilístico, y, por otra parte, en establecer un modelo que interprete la estructura funcional, de modo de analizar allí la pluralidad de secuencias posibles establecidas por los distintos grados de probabilidad. Con esto no se resuelve el problema que tal vez no tenga solución, pero sí permite resolver el problema del mismo carácter probabilístico de una teoría, es decir, de este modo es posible poner a prueba el fundamento que hace a una teoría ser probabilística . Pues bien, esta interpretación funcional del mundo significa también una manipulación funcional de la naturaleza. En este sentido, la técnica moderna consistirá simplemente en un arte combinatorio, en un proceso analítico-sintético de descomposición y recomposición aleatorio, donde se trata de descomponer lo real en sus elementos últimos y funciones primarias, para luego recomponerlos formando nuevas estructuras . La serialización de los procesos técnicos significa la ausencia radical de toda determinación teleológica, precisamente porque una determinación tal implica un principio de orden trascendente al proceso mismo. Es decir, una vez establecidas todas las formas estructurales posibles a partir de los elementos materiales primarios, aquéllas son sometidas a un proceso de selección darwiniano a posteriori. Como el procedimiento constructivo es aleatorio, parece no tener sentido la pregunta que interroga a priori por el sentido de tal proceso, sino que la realidad es entendida como mera materia disponible, en principio, para cualquier fin o forma. Lo cual significa que, estrictamente, desaparece la frontera clásica entre lo natural y lo artificial, uno y otro serían estructuras complejas de elementos simples, resultado de una combinación aleatoria y sometido a un proceso de selección darwiniano . Conclusión Sabiduría, saber y ciencia constituyen tres paradigmas interpretativos y suponen una conversión de la mirada por la cual lo real es asumido simbólicamente. En virtud de esta mirada, el objeto se transparenta según una determinada estructura significativa que exige un método decodificador legitimado, en cada caso, por un principio metametódico que pretende garantizar una coherencia entre ser, pensar y obrar. Cada uno de estos tres paradigmas significa una parcialización de la realidad, pero también una certeza. Si el hombre ha quedado definido desde Aristóteles por la búsqueda y el anhelo de verdad en el ámbito especulativo, y de ser en el ámbito práctico, sólo la conjunción de estas dos dimensiones podrá volver al hombre, en un sentido radical, sabio.

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